lunes, 25 de enero de 2021

“Celda de castigo”, en homenaje a Luiz Alberto Mendes (1951-2020)

En Brasil, hasta el momento, ningún otro escritor que se haya formado dentro de una prisión ha alcanzado un reconocimiento comparable al que logró Luiz Alberto Mendes luego de la publicación de su libro Memórias de um sobrevivente (2001). Esta obra apareció cuando Luiz Alberto todavía se encontraba preso, cumpliendo una condena de más de 80 años. Nacido en 1952, en la ciudad de São Paulo, el escritor pasó buena parte de su infancia y adolescencia en institutos para menores delincuentes y a los 19 años fue enviado a prisión. Luiz hacía parte de esos sectores marginalizados de la sociedad a los que el Estado reserva, principalmente, las instituciones de encierro. En estas experimentó innumerables situaciones de violencia, pero también encontró amistades y gestos de compañerismo. Según relata en Memórias de um sobrevivente, sería un amigo de la cárcel, Henrique, el que le suscitó el gusto por la literatura. Esto habría ocurrido cuando los dos se encontraban en celdas de castigo aledañas y Henrique le hablaba de libros que había leído, le contaba novelas y le recitaba poemas. Luego de esa experiencia, Luiz Alberto se convertiría en un ávido lector y comenzaría a escribir sus propias obras. Su pasión por las letras lo llevaría también a trabajar como profesor en la cárcel; actividad que desempeñaría por más de 10 años, cuando aún cumplía condena.

Luiz Alberto Mendes en la Revista Trip donde fue colaborador por varios años. Para leer sus columnas, clicá aquí.

En entrevistas, Luiz Alberto Mendes afirmó haber conocido en las cárceles centenas de personas geniales que nunca encontraron la posibilidad de hacerse oír más allá de los muros. Una serie de circunstancias inusuales hizo que su caso fuera diferente. En 1999, conoció al escritor Fernando Bonassi que realizaba talleres de literatura en la tristemente célebre Carandiru, la cárcel donde Luiz se encontraba. Luiz Alberto le presentó los manuscritos de
Memórias de um sobrevivente a Bonassi, y este, tras leerlos con entusiasmo, logró convencer a una gran editorial de publicarlos, Companhia das letras. Posiblemente esto no habría ocurrido si antes, en 1999, el doctor Drauzio Varella no hubiera lanzado un libro que se convirtió en un bestseller: Estação Carandiru. En este libro, escrito a partir de sus 10 años de experiencia como médico voluntario en la que era, en aquel momento, la mayor cárcel de América Latina, Drauzio Varella narra, entre otros hechos, los acontecimientos que culminaron con la llamada masacre de Carandiru (1992), en que murieron 111 presos, según las estadísticas oficiales. Poco antes, esta masacre había sido abordada en una canción que también se volvería icónica: “Diário de um detento” del grupo de rap Racionais MC’s, que la incluyeron en su álbum Sobrevivendo no inferno (1997) (la canción está disponible con subtítulos en español aquí). Posteriormente, en 2003, apareció la película Carandiru, la adaptación cinematográfica de Estação Carandiru, escrita por Fernando Bonassi y dirigida por Héctor Babenco. Memórias de um sobrevivente de Luiz Alberto Mendes hace parte de un conjunto de obras —entre las que caben mencionar también Sobrevivente André Du Rap (Do Massacre do Carandiru), de Bruno Zeni y el propio André, y Diário de um detento: o livro, de Jocenir— que trataban sobre la cárcel y que lograron una amplia recepción a finales de la década de 1990 y comienzos del 2000.

En 2004, a los 51 años, luego de 31 años y 10 meses de prisión, salió Luiz Alberto de la cárcel, en cumplimiento del código penal brasileño que establece como pena máxima 30 años de encierro. A la cárcel solo volvería para dar clases y talleres literarios. En libertad, continuó escribiendo obras de literatura (publicó títulos como Às Cegas, Cela forte y Confissões de um homem livre) y desempeñándose como columnista de la Revista Trip, a la que se vinculó en 2002, cuando aún se encontraba en prisión. 

Libros de Luiz Alberto publicados y disponibles para la venta por la editorial Companhia das Letras.
  
A Luiz Alberto le incomodaba, con razón, ser encasillado como un escritor de literatura carcelaria. Su incomodidad puede ser interpretada como la negativa a pagar como precio de ser reconocido como un escritor, el permanecer encerrado simbólicamente en la cárcel (situaciones similares son frecuentemente enfrentadas por artistas surgidos de espacios marginalizados; piénsese, por ejemplo, en el caso de Carolina Maria de Jesus cuya obra, durante mucho tiempo , fue reducida al testimonio de una favelada). El caso de Luiz Alberto nos recuerda que la cárcel no es la única institución amurallada y que trabajar por el desencarcelamiento implica repensar el funcionamiento de las otras instituciones sociales, incluyendo la universitaria y la literaria.

Cuando Luiz Alberto conoció a Fernando Bonassi, le propuso realizar un concurso literario en Carandiru, que al final contó también con el apoyo de Drauzio Varella. Luiz ganó en la categoría cuento con “Cela forte”. Algunos años después, “Cela forte” sería publicado por la Revista Trip y luego recogido en el libro de título homónimo. La traducción al español de este intenso cuento, basado en experiencias personales del autor, es la que presentamos hoy a los lectores. Estábamos trabajando en esta traducción cuando nos enteramos de la triste noticia del fallecimiento de Luiz Alberto. Por eso la entrada de hoy aparece como nuestro sentido homenaje a este escritor que nos continuará acompañando, como el sobreviviente que no ha dejado de ser, en sus palabras.  



  Celda de castigo

Luiz Alberto Mendes



Tenía solo la punta de la nariz para afuera. Acostado sobre la cama, todo cubierto e intentando leer Luzia homem¹, una novela que no lograba atraparme. Eran las seis de la tarde, aproximadamente. Horario en que los guardias cambian de turno. El recuento sería en unos instantes y yo aguardaba, como todo preso, listo para ser contado. Un preso solo hace falta si no está en la hora del recuento, como es bien sabido. El resto del tiempo, es solo un número, enteramente desprovisto de importancia.
Repentinamente la puerta fue abierta, lo que me sorprendió. Alrededor de diez guardias invadieron la celda, todos armados con tubos de hierro.
Asustado, salté de la cama y me puse de espaldas contra la pared, como ordenaba el reglamento. Me quedé ahí, en suspenso, listo para lo peor. Un espasmo en la garganta. Aquello nunca acaba, ni por un segundo. Dieron vuelta a todo y dejaron la celda patas arriba. 
¡Calzones abajo!- dice uno de los guardias, rabiosamente.
¡Levántese las bolas!
—¡De cuclillas!
—¡Otra vez! - me hizo repetir el gesto tres veces. Yo parecía un resorte para arriba y para abajo. Probablemente pensaban que escondía una metralleta, o qué sé yo, en el culo. Era extremadamente humillante. Me encogí, con mi ejército de palabras desmantelado y mi alma menos mía.
Determinaron, sin explicaciones, que me vistiera y los acompañara. Intimidado por las miradas amenazantes, las caras patibularias y los tubos de hierro en sus manos, más que de prisa, los atendí. El frío dolía en los huesos. Era un invierno pintado a negro. De aquellos rigurosos inviernos paulistas de cerca de treinta años atrás. Estábamos en mayo de 1973. Por último, me puse una campera gruesa de lana. Una de las piezas del uniforme de presidiario de la Penitenciaría del Estado de São Paulo, en esos tiempos.
—Andando!— gritó el guardia desde lo alto de su arrogancia y prepotencia, una vez más.
Bajamos al sótano. Algunos adelante mío y otros atrás. Era el sector de las celdas de castigo. Aunque no haya ninguna que no castigue allá. Dentro de una de las celdas, mandaron a desvestirme. No entendía nada. Solo hacía lo que me determinaban, perplejo y asustado. Era un recién llegado a la “isla de piedra”, no sabía nada de todo eso. 
Me desvestí rápidamente, a la defensiva, esperando lo que vendría a continuación. Unos garrotazos, tal vez. Pero ¿por qué? Sabía que fácilmente encontrarían un motivo. Desde hacía un año yo venía siendo golpeado y tirado en celdas de castigo por nada. Estaba arrinconado y ardía cual trazo de relámpago, como las tempestades.
Para mi sorpresa, los guardias salieron pateando mi ropa. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando,  me cerraron violentamente la puerta de acero en la cara. 
Entré  en pánico. La celda estaba desnuda como yo. Las paredes eran húmedas, escurrían hilos de agua fétida y gruesa como aceite. Las decoraba un moho verdoso, como si fueran las orillas de los ríos que escurrían. El piso era de trocitos de cerámica, lleno de pequeños charcos del agua que brotaban de las paredes. La ventana bloqueada por una gruesa placa de hierro, con agujeros milimétricos para la entrada del aire frío, cortante. Del techo, en dos rincones, enormes telarañas. Primero me asustaron. Eran inmensas. Después las agradecí, reverente. Mis amigas del alma.
El frío me hacía estremecer y me daba escalofríos. Mis poros se erizaron. Los dientes me crujían. La visión se nublaba, filtrando dolores y sufrimientos antiguos, mezclados con los presentes. 
Me pegué a la congelada puerta de hierro, como si del agujero por donde nos espiaban los guardias pudiera surgir la salvación. Mi corazón saltaba, el cuerpo se encogía involuntariamente y la mente estaba a mil. No sabía qué pensar, ¿qué estaba haciendo allí?
Pasó una eternidad, nadie apareció. Entonces vino el guardia a hacer el recuento. Como si le importara, le pregunté qué estaba pasando. ¿Por qué me habían dejado allí, así desnudo, con aquel frío tremendo? —¡Está en régimen de castigo! —respondió con placer. El puñal de sus ojos me atravesaba, cristalizándose. —Pero, ¿por qué?. No hice nada…
—Órdenes superiores. —Y salió caminando, como si esa fuera la única información que yo necesitaba. ¡Órdenes superiores! Pero, ¿qué “superiores” son esos, qué mierda era esa? Le pregunté al viento frío que barría la celda, atontado.


Collage creado por Ana Fank. Para conocer más sobre su trabajo, clicá aquí.
Ya había oído hablar sobre las reglas de la Casa. Para el que entraba bajo régimen de castigo, los primeros diez días se tenían que cumplir desnudo, sin absolutamente nada en la celda. Solo el preso. Parecía que escuchaba los pasos del dolor caminando dentro mío y sufrí helado, entre los dientes.

No podía ser. Seguramente había sido una equivocación. No había hecho nada para que me pusieran en una condición tan absurda. No me podía estar pasando eso. Empecé a caminar de un lado a otro en la celda. Enseguida se revelaría la equivocación y yo iba a salir, sin dudas. 


Los dientes crujían un ruido siniestro y las piernas me temblaban cuando me detenía. La ventanilla se cayó violentamente, me lancé contra ella. Era otro preso. El de la limpieza. Estaba repartiendo agua, es decir, llenando nuestros vasos de agua. Sus ojos golosos recorrieron mi cuerpo desnudo. Me sentí avergonzado y muy ofendido. Me callé. Toda mi capacidad de indignación estaba inhibida. Lo único que quería era sobrevivir. 
—¿Cómo se llama?
—Carlitos, que vive ahí enfrente, pidió que saque el agua de su inodoro, que quiere hablar con vos -dijo el hombre con su voz cansada y pastosa.
—¿Sabe por qué estoy aquí? le pregunté afligido. 
—No, pero estos días sale publicado el Boletín Diario, así que voy a enterarme y te aviso. Tené paciencia y esperá su voz era dura, como sus pupilas de acero.
Tras una pausa estudiada, y otra larga y humillante lamida de ojos en mi cuerpo, me dijo: Por la noche te traigo un rollo de papel higiénico. Por la mañana lo recojo. Los guardias de choque van a revisar todas las celdas bien temprano.
No entendí bien; ¿qué tenía que ver el papel higiénico con el frío? Sin embargo, le agradecí y nuevamente fui agredido con aquella mirada libidinosa. ¡Un día iba a vengarme de ese hijo de puta!, pensaba. Estaba vivo, aunque estuviera dentro de ese laberinto; todavía lograba juntar fuerzas para odiar a muerte. 
Atónito, torpe, fue la mayor batalla para sacarle el agua al inodoro. 
¿Alguien ya lo ha intentado? Es muy difícil para el que no tiene experiencia. Pero cuando, ya cansado, empecé a vencer la pelea contra el agua, un gran cuchicheo invadió la celda. Voces puntiagudas, arrastradas. ¡El mundo había vuelto!, me di cuenta, sorprendido. 
¿Quién está usando el teléfono? —preguntó una voz áspera, entonando desconfianza, que salía por el inodoro. 
Otra voz preguntó:
¿Quién es?
Reacio, metí la cara en la “boca de vaca” (inodoro) y dije mi apodo. Ellos querían saber por qué razón vine a parar a la celda de castigo. 
Eran los dos presos de la celda de castigo de enfrente. ¡Qué buena noticia! Esbocé una larga sonrisa. Las tuberías de los inodoros daban a una única caja de desagüe, que favorecía la resonancia. 
Frente a mi ignorancia de las razones, ninguno sabía qué decirme. El de la voz áspera era Carlitos. Había hecho una carnicería en el patio de recreo. Había llegado días antes que yo. Había matado a tres presos y dejado gravemente herida a otra media docena. El otro era Tico. Había matado a dos presos en la Casa de Detención. Era uno de esos tipos jodidos a los que les gustaba clavarle un cuchillo a los demás, por cualquier razón. Ya conocía su fama de asesinos. 
Sabía quién era quién. Por supuesto, estaba conectado al ambiente. La fama y el concepto de asesinos, en cierto modo, intimidaba mucho. Era sabido que si uno los contactaba, al mínimo desliz, no habría perdón. Había que ser diestro con las palabras y no mostrarse intimidado, por más que lo estuvieras.
—¡Tranquilo, hermano! Estoy condenado a más de cinco años solo de celda de castigo y sigo enterito. Salís enseguida, no hiciste nada…  —Carlitos estaba tratando de consolarme. Terminó asustándome aún más. ¿Cinco años ahí dentro sin salir? Mejor morir de una vez. 
Me indicó que cuando Lauro (el de la limpieza) me trajera papel higiénico, me lo enrollara alrededor del cuerpo, como una momia. El secreto era hacer ejercicio todo el tiempo, mantenerme en calor y cansarme para poder dormir un poco. De lo contrario, sufriría mucho y correría el riesgo de enloquecerme. Muchos se volvieron locos en la celda de castigo, me decían.
Caminar de un lado a otro, cantar, saltar y gritar eran alternativas. Lo que no podía era pasármela masturbando como un mono. Agotaba la energía, atontaba y quitaba el sueño. De vez en cuando, estaba bien, era normal. Había que sobrevivir a las sombras de la noche y a los prolongados insomnios.  
Me quedaré despierto contigo toda la noche. Llamá cuando quieras conversar. Estamos con vos, hermano. Tico se quedará de día, ¿está bien?
Al poco tiempo, aparecieron otros compañeros, de los pisos de arriba, que estaban en régimen común. La “vaca” permitía comunicarse con diez celdas arriba. Había solidaridad y compañerismo. Era nuestro fétido y nauseabundo vehículo de comunicación. Esa era la parte más digna de la celda. Solo que había que tener estómago. El olor a mierda más espantoso subía todo el tiempo. A cada rato, el ruido de las descargas llegaba y el hedor se intensificaba. Con el tiempo, uno se acostumbra, decían los otros. Me pareció difícil creerlo.
Todos querían ayudar a aliviar mi sufrimiento. No conocía a casi nadie allí, pero mi posición, estar ahí desnudo y sufriendo un frío intenso, me hacía el protegido de todos. Carlitos enviaría un jabón y un pedazo de hilo. Herramientas superútiles en “la pesca” por las cañerías.
El de la limpieza trajo el papel. Apenas llegó, yo ya me enrollé todo y me quedé allí, al pie del inodoro, lamentando mi suerte. Me desenrollaba, saltaba, corría; cuando empezaba a sudar, volvía a enrollarme todo para mantener el calor. Envejecido en infinitos minutos, sufrí esa noche cerrada en azul oscuro. Parecía que no se iba a acabar.
Me puse feliz cuando el día clareó a través de los rayos de luz solar que llegaban por la ventana blindada, perforando la oscuridad. La vida intentaba renacer, el día premeditado. El de la limpieza retiró el papel, sirvió café con leche y pan con mantequilla. ¡Delicioso! Calentito... ¡Qué hambre del carajo! Cómo no, saltar toda la noche, ¡solo podía dar hambre!
Poco después, llegaron las bestias del choque, con toda la valentía que los caracterizaba ante un prisionero desnudo e indefenso.
Aprendí a amarrar el hilo en el jabón y a hacer que bajara por las cañerías. Desde las celdas de arriba, los compañeros lanzaban un hilo más fuerte, con dos pilas pequeñas en la punta. Entonces empezaba la pesca en las tuberías. Los hilos se enroscaban, yo los jalaba. El hilo fuerte sería el conductor de los cigarrillos, fósforos y drogas que venían de los pisos de arriba. La vida era dura, pero resistíamos. Qué sería de nosotros sin ese santo inodoro...
Al tercer día, se me informó, oficialmente, que había sido condenado a seis meses de celda de castigo y seis meses más de sanción en celda común, en régimen de observación. El motivo era el homicidio que había cometido en el Casa de Detención, hacía más o menos un año. Había sido en legítima defensa, como quedó demostrado ante el jurado popular, posteriormente.
Ya había cumplido castigo de dos meses por la falta disciplinaria. Fue demasiado, la indignación me hizo llorar. Un odio espeso me corroía por dentro como ácido caliente. Era peor que la muerte. Si me moría, pensaba que, por lo menos, todo se acababa. Allí, todo continuaría en dolor. La furia de las llamas y la rabia de todos los vientos me avasallaban. Dominarme era casi imposible. Un hilo de seda conservaba mi lucidez. 

El frío era mortal. Hacía tres días no dormía. Enrollado en papel higiénico (¡venerable invención!), me acostaba y me desmayaba de cansancio. Diez minutos después me despertaba completamente congelado. Era necesario que saltara y corriera para calentarme de nuevo. Como mucho, alcanzaba a dormir treinta minutos. Me ponía de cuclillas en un rincón de la celda, cubierto con una sábana de papel higiénico cosido. Carlitos hacía lo que podía. Me entretenía en largas charlas para que no me desesperara. Mi ángel de la guarda. 
Al octavo día ya no soportaba más. Había peleado con el guardia, fingido que me faltaba el aire. Tosía como un perro loco. Supliqué para ver a un médico. El hombre se apiadó al mirarme temblando, hablando desordenadamente y me concedió, como a un rey, su favor. 
Me dieron un uniforme. Fui, escoltado por dos guardias de choque, al médico. Pasé por la jaula de hierro, y allí estaba Cirane, Jefe de Disciplina, y el guardia central. Ambos superabrigados, mirándome. Los envidié profundamente. Xaxu, un viejo amigo, me alcanzó y aunque bajo la mirada amenazante de los guardias, me dijo: Carajo, hermano, estás azul de frío! —en sus ojos había una profunda piedad, casi lloraba al mirarme. También casi lloré de pena por mí.
El médico, ya alertado por su compañero que trabajaba en la enfermería, con solo mirarme, me prescribió una inyección y determinó, por escrito, que me entregaran mis ropas y mi colchón. 
Salí de la enfermería feliz de la vida. No me quitarían las ropas calentitas que vestía, ¡gracias a Dios! Xaxu discutía con Cirane. Lo llamaba deshumano: traía puesto su sobretodo, bufanda y gorro, y el “niño” (yo tenía veintiún años) ahí, morado de frío. Lo decía casi a gritos, provocadoramente, al hombre.
Todavía pude ver cuando este salió caminando con pasos duros y apresurados hacia la Administración. Pensé que iba a castigar también a Xaxu por su osadía al afrontarlo. Me quedé muy preocupado.
En la celda, me quitaron nuevamente la ropa. Quise cuestionarlo. ¡El médico había autorizado que me devolvieran la ropa! Me amenazaron con darme una paliza. Me callé. En segundos, me congelé. Esperé y llegué a la conclusión de que el médico no tenía autoridad alguna. Lo insulté a gritos: ¡hijo de puta!, entrando ya en paranoia total.
La puerta se abrió:
¡Cuidado con ese! ¡Está desesperado!—se juntaron los guardias en la puerta para verme llorar como un niño.
Luego, el de la limpieza entró a la celda arrastrando un colchón verde, mi frazada y mi ropa.
En virtud de la inhumanidad de aquel castigo, demostrada por Xaxu a Cirane, el Jefe de Disciplina le exigió al Director del Penal su inmediata extinción. Ese día histórico, tras años de vigencia y mucho sufrimiento, se excluyó del Reglamento Interno el castigo disciplinario de los diez días desnudo.
Llevaba ya nueve días sin bañarme y sin dormir bien. Estaba cubierto por una gruesa costra que, en parte, hasta me protegía del frío. Así como estaba, me enrollé en las deliciosas frazadas y me desmayé en el colchón, llorando de alivio. Dormí dos días consecutivos. No me quería despertar ni para comer. Estaba en el paraíso y no deseaba nada más.
Carlitos también pudo dormir. A él le debo favores de valor incalculable, impagables. En innumerables ocasiones escuchó mi desesperación y siempre me tranquilizó. Lo mató la guardia de choque de la Policía Militar en la rebelión de 1987, en la Penitenciaría del Estado. ¡Que Dios lo tenga en su gloria por el bien que me hizo! __________
¹Novela del escritor brasileño Domingos Olímpio publicada en 1903.

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